Fragmento
– Distinguidos invitados: Permítanme, antes que nada, agradecerles su presencia aquí esta noche. Han sido ustedes realmente muy amables al aceptar compartir conmigo este simbólico acto, cuyo propósito paso enseguida a revelarles. Los invité a una presentación y de eso efectivamente se trata. Pero a diferencia de lo que muchos de ustedes pueden haber creído, no vengo a ofrecerles un producto comercial ni nada semejante. Esta noche, con el permiso de todos, voy a presentarles a una persona, un individuo que de alguna manera está relacionado con cada una de las parejas que están aquí esta noche. Debo advertir que aunque muchos de ustedes no se conocen entre sí, todos tienen un vínculo común. En alguna parte del árbol genealógico de cada uno de ustedes, del esposo o de la consorte, forman un eslabón de la misma cadena.
Un ligero murmullo empezó a levantarse en el salón, mientras los invitados se miraban unos a otros con expresiones que iban desde una divertida sonrisa hasta un genuino asombro. Virginia y Raúl Alberto, que no ocultaba su incomodidad, intercambiaron miradas sin decir nada. Arturo, achispado por tanta champaña, parecía muy divertido, al igual que Ángela, en tanto que los Arosemena seguían con mucha atención las palabras del anfitrión.
– No quiero extenderme mucho, pues mi interés es que sigan disfrutando de la fiesta. Así que seré breve e iré al grano. Ustedes han sido invitados esta noche porque los aquí presentes, la mujer o el marido, son todos parientes ya que descienden de un tronco común; de alguien que probablemente fue, en el caso de los que hoy coquetean con las cincuenta primaveras, su tatarabuelo. Ese tronco común es el personaje a quien yo quiero presentarles esta noche para que todos lo conozcan. Desde ahora les advierto que si quieren saber más acerca de él, en la mesa a la salida del salón encontrarán el libro que contiene la historia de su vida. Nuestro antepasado, porque yo soy también uno de sus descendientes, vivió en el siglo XIX, y su vida está colmada de hechos que, independientemente de otras consideraciones, les resultarán de mucho interés. El cuadro que está detrás de mí, y que enseguida develaré, muestra a nuestro personaje a la edad de cincuenta años. Distinguidos invitado, y, si me permiten, familiares, tengo el placer y el honor de presentarles a Monseñor Fermín Jované.
El anfitrión procedió entonces a descubrir un enorme óleo en el cual un sacerdote lucía los hábitos de su oficio. Sus grandes y penetrantes ojos oscuros parecían mirar con cierta ironía a cada uno de los invitados. Algunos reaccionaron aproximándose para contemplarlo más de cerca, mientras otros permanecían sentados en sus mesas, intercambiando miradas, risas y comentarios. El anfitrión había hecho mutis.
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Acababa de cumplir catorce años la primera vez que resolví confiar mis sentimientos más profundos al papel. El día anterior, mi padre me había comunicado su decisión definitiva sobre el curso que seguiría mi vida. De mi parte no hubo ni libre albedrío ni sorpresa, tal vez porque desde antes de tener uso de razón comprendí que mi destino era ser cura. Hoy, que a la edad de 46 años sufro el castigo del destierro, las circunstancias son propicias para evocar aquellos primeros recuerdos con la lucidez y precisión con que solamente el tiempo y la distancia nos permiten enfocar las cosas pasadas. ¿Será esta la verdadera madurez de criterio y espíritu?.
Se me ha castigado con la pena de extrañamiento por defender a mi Iglesia del atropello y del despojo. ¡Extrañamiento! No podría ser más atinado y elocuente el vocablo con el que se designa en las leyes granadinas la sanción de exilio que me ha sido impuesta por quienes, con la obsecuente complicidad de mis compatriotas del Istmo, ejercen hoy el poder omnímodo de los recién creados Estados Unidos de Colombia. Soy el último sacerdote católico en abandonar el Estado de Panamá y tras de mí quedan clausuradas todas las iglesias, todas las capillas y todos los conventos. Conmigo han sido extrañadas las últimas cinco monjas que permanecían en el claustro de La Concepción, ángeles benditos que hoy me acompañan en esta larga travesía rumbo al puerto de Callao.
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Antes de despuntar el día, mi cuarto se poblaba con el tañer de campanas llamando a maitines. Como nuestra casa se hallaba apenas a cincuenta varas de la Catedral, eran las campanadas de esta iglesia las encargadas de interrumpir mi sueños. Luego, en la duermevela, escuchaba el alegre repicar de las campanas de San José, las de San Felipe Neri y San Juan de Dios; las más tranquilas campanadas de San Francisco de Asís, las graves y profundas de Las Mercedes, y, algo más tímidas, las del convento de Las Concebidas. Y cuando todas las iglesias, con intervalos de cuartos de hora, llamaban a la celebración de la Santa Misa, la alborada irrumpía en medio de una fiesta de campanas cuyo canto quedaba atrapado entre las viejas murallas de la ciudad. Más allá de las murallas, en el arrabal, las campanas del templo de Santa Ana lanzaban al aire sus clamores populares con más libertad.
admin –
El personaje me parece extraordinario porque el personaje, como bien dice el título, está entre el cielo y la tierra, está entre la iglesia y la carne.