Fragmento
El día era transparente y el volcán y sus montañas circundantes parecían recién lavados por las lluvias, aunque en ese momento la única que parecía interesarse por el paisaje era Clara. Don Jorge estaba dedicado a la lectura de La Estrella de Panamá y Andrew escribía notas en una pequeña libreta que siempre llevaba consigo.
La voz de Clara volvió a interrumpir el monótono traqueteo del motor.
– En algún lugar de por aquí pasamos la noche en nuestro primer viaje al Boquete.
Andrew dejó de escribir y miró por la ventanilla.
– También yo pasé la noche aquí cuando fui con Sarita y el coronel Winston al Boquete hace casi trece años. Recuerdo que el lugar se llamaba la Mata del Francés y si no me equivoco es aquella que se ve a la derecha.
– ¿Quién era el coronel Winston? –inquirió Clara.
– Era el esposo de Sarita. Murió hace unos días en los Estados Unidos. Amos Winston fue todo un personaje y le debemos el estar en Chiriquí. Era un experto disparando y tirando cuchillos y él y Sarita tenían un espectáculo en los Estados Unidos. Hacía cosas increíbles. Aquella vez íbamos al Boquete a que nos hiciera una exhibición; yo era su ayudante.
Clara no podía creer lo que oía. Uno de sus recuerdos más vívidos era el de aquel vaquero de barba y cabello blanco tirándole cuchillos a un niño casi de su edad. Recordaba, sobre todo, el último cuchillo que ella estaba segura había herido al vaquerito. Le había causado una tremenda impresión ver que el niño parecía no inmutarse mientras una mancha de sangre empezaba a dibujarse en su costado.
– ¿Así es que tú eras aquel vaquerito? Yo fui a ver el espectáculo con mi colegio y por mucho tiempo lo que más se comentó fue la valentía del muchachito que a pesar de estar herido no había hecho siquiera un gesto de dolor. Hasta la propia sor Rafaela usaba de ejemplo al “vaquerito valiente” cuando quería de nosotras una actitud estoica. Me parece increíble que aquél fueras tú.
Andrew sonrió con algo de tristeza ante el recuerdo de aquella tarde memorable que, según Sarita, había cambiado el rumbo de la vida de Amos Winston.
– Para serte franco, Clara, recuerdo que estaba más asustado que nada. El cuchillo apenas si me rozó, pero me dejó con la camisa clavada en la tabla y, aunque hubiera querido, no podía moverme.
Don Jorge, que atento al diálogo de los muchachos, había dejado momentáneamente el periódico, sentenció:
– Como quiera que sea, demostró usted un gran estoicismo para un niño de, ¿cuántos años?
– Acababa de cumplir once.
– Pues yo me siento muy orgullosa de que tú seas aquel vaquerito valiente del que tanto se habló en mi escuela. Estoy segura de que sor Rafaela se acordará del incidente y me muero de ganas de contarle lo que he descubierto.
Terminada la conversación don Jorge volvió a su periódico, Andrew a sus notas y Clara al paisaje. Pero no habían transcurrido diez minutos cuando Clara, azuzada por la curiosidad, preguntó a Andrew.
– ¿Qué es lo que escribes con tanto interés, Andrew Thomas? No me digas que es un alegato.
-No, Clara. Estoy aprovechando lo espléndido del día para terminar un poema que desde hace tiempo me da vueltas en la cabeza. Pero creo que ya lo tengo.
Don Jorge había vuelto a dejar el periódico.
– ¿Lo puedo leer? –preguntó Clara.
– No creo que entiendas mis notas, pero lo voy a pasar en limpio y te lo doy después. De todas maneras es para ti.
Aunque había dicho lo último tratando de bajar la voz, don Jorge y los vecinos de asiento habían escuchado y seguían con interés el coloquio.
– ¿Por qué mejor no me lo lees?
– ¿Aquí?
– Sí, aquí.
Clara sonrió al ver que había hecho sonrojar a Andrew. Éste, sin embargo, sacó su libreta de apuntes y empezó a leer:
Un cielo azul tan claro como la luz del día,
un sol que es un diamante radiante de esplendor,
la tierra ánfora rica de la cual se diría
que vierte un verde y puro licor de paz y amor.
Natura está vistosa de galas y alegría,
la psiquis de la vida brota cual una flor;
el aire es un perfume, el mundo una poesía
y en el ambiente trina un mago ruiseñor;
Y yo veo en toda la primavera ¡Oh mía!
tu belleza y tu gracia, tu hermosura y tu amor,
me figuro que se ha hecho para ti el claro día,
el verdor de la tierra, su perfume de flor,
la pureza del aire, la paz, la armonía,
y para ti me vuelvo un pájaro cantor.
Un elocuente silencio se había apoderado de los pasajeros después de las primeras palabras de Andrew, cuya voz competía favorablemente con el traqueteo del motor. Terminada la lectura del poema, la veintena de personas que compartían el vagón había aplaudido con entusiasmo a Andrew, quien se puso de pie, hizo una reverencia, y señaló hacia Clara, como los artistas que desean que el público sepa que el mérito de su actuación es compartido. Esta vez fue Clara quien se sonrojó mientras intercambiaban sonrisas.
admin –
Excelente Libro